“Para quien no lo haya experimentado nunca, la simple descripción del estado del caminante se ve enseguida como un absurdo, una aberración, una servidumbre voluntaria. Porque, espontáneamente, el urbanita interpreta en términos de privación lo que para el caminante es una liberación: no estar ya atrapado en la tela de los intercambios, no verse reducido a un nudo de la red que redistribuye informaciones, imágenes y mercancías; darse cuenta de que todo ello solo tiene la realidad y la importancia que yo le otorgue. Mi mundo no solamente no se derrumba por no estar conectado, sino que esas conexiones se me antojan de pronto lazos opresivos, agobiantes, demasiado estrechos. La libertad es ahora un bocado de pan, un sorbo de agua fresca, un paisaje despejado.”
“En las caminatas que duran varios días, en las grandes excursiones, todo se invierte. «Fuera» ya no es una transición, sino el elemento de la estabilidad. Cambian las tornas: se va de albergue en albergue, de refugio en refugio. Y lo que se transforma siempre es el «adentro», se vuelve variable indefinidamente. No se duerme dos veces en la misma cama, otros anfitriones nos acogen cada noche. Hay una sorpresa renovada de los decorados, de los ambientes. Varían los muros, las piedras. Nos detenemos. El cuerpo está fatigado, anochece ya, hay que encontrar descanso. Pero esos «adentros» son en cada ocasión jalones, formas de estar fuera más tiempo, transiciones. Hay que recordar también la extraña impresión que causan los primeros pasos, los de la mañana. Hemos consultado el mapa y decidido el camino, nos hemos despedido, hemos equilibrado la mochila, ubicado el sendero, nos hemos asegurado de la dirección. Todo ello supone un ligero estancamiento, son vueltas atrás, puntuación: nos detenemos, comprobamos, nos agitamos sin movernos del sitio. Y, entonces, se abre el sendero. Lo tomamos, cogemos ritmo. Levantamos la cabeza, y allá vamos, partimos, pero partimos para caminar, para permanecer fuera. Es ahí, sí, es ahí seguro, ya estamos. Fuera es nuestro elemento: la sensación exacta de estar habitándolo. Abandonamos un albergue por otro, pero la continuidad, lo que dura y persiste, son esos relieves que me rodean, esas colinas que se suceden unas a otras y que están siempre ahí. Y soy yo quien da vueltas a su alrededor, quien pasea por ahí como por su casa: caminando, le tomo las medidas a mi morada. Lo que se atraviesa como lugar de paso obligado, lo que se recorre y se deja atrás son las habitaciones de una noche, los comedores de una velada, sus habitantes y sus fantasmas, pero no el paisaje. Así, la marcha trastoca por completo la gran separación entre el «afuera» y el «adentro». No habría que decir que se atraviesan montañas y llanuras y se para en los albergues. Es casi al contrario: durante varios días habito un paisaje, lentamente tomo posesión de él, lo convierto en mi sede.”
Frédéric Gros. Andar, una filosofía